Monday, February 2, 2015

Romero de Torres y Matilde ( Available in translation)


Romero de Torres y Matilde

Siempre llegamos al mismo lugar pero nunca nos hemos atrevido a hablar. Nos cruzamos en el corredor de un edificio que parecía reducirse en tamaño a medida que nuestros cuerpos se aproximaban. Nos miramos y sonreímos disimuladamente. No era la sonrisa obvia de comunicación externa sino el reconocimiento de su propia sensualidad que se manifestaba al choque de nuestras miradas. No dijimos ni una sola palabra. No era necesario. La palabra en cuestiones de manifestación intrínseca tiene grandes limitaciones. Sabía que la podría volver a ver en las mismas circunstancias en un par de días más. Fueron los días más largos de mi vida. Jamás se volvió a dar el encuentro en el corredor que había interiorizado y reproducido mil y una vez en mi mente. Regresé al mismo lugar y la vi sentada tomando una taza de té. Me acerqué a la mesa y con un gesto mutuo acordamos que estaba bien que me sentara a su lado. No dijimos ni una sola palabra por un buen trecho. No era necesario. Luego le dije, ¿caminamos? Así lo hicimos, por calles solitarias que en su presencia se habían convertido en pabellones universales. Yo caminaba y ella se desplazaba como si la calle se moviese debajo de sus pies. Era inevitable de que cada hombre que nos cruzaba sintiera, amara y duplicara el corredor que yo había reproducido en mi mente. Con una mentira necesaria y obvia le había dicho que tenía que recoger un libro en mi estudio. La excusa incomunicada fue aceptable para los dos. Queríamos ahogar el bullicio innecesario y los ojos a nuestro alrededor. Su enigmática piel quemaba con ansiedad. La esquina de sus ojos me invitaban. Poseída por el primitivismo de la danza, sus senos auscultaban su interior. Traía una blusa roja de seda con la sombra de un gato impresa y la mirada perdida de un animal en constante acecho, una falda con estampas geométricas de colores vivos y unas zapatillas de tela que dejaban expuestos el empeine de su pie. Ella ojeaba un libro de Romero buscando una descendencia necesaria. Se sentía milenaria, como si fuese de algún viejo mundo o como si trajera en su sangre la herencia de Lucrecia. Sentía en sus pechos tiernos el rubor de sus prontos años e insistía, a pesar de los retos morales, en las nuevas sensaciones que estos producían. El color de su cintura era entre verdoso y amarillento y se confundía con la blancura de sus manos lánguidas y ansiosas. Jamás acercadas a ninguna tentación, como si fuesen las manos de angeles extraviados en búsqueda de la verdad.  Recorría cada figura en sus contornos necesarios inyectándolas con su propia sensualidad.  Hablábamos de cosas que no nos interesaban, pero hablábamos para prolongar el tiempo juntos y a solas. Luego los temas cambiaron abruptamente buscando siempre razones o excusas para hablar del arte de Romero de Torres. Terminamos hablando de los actos de la pureza del amor, de la transcendencia de la belleza hasta que finalmente hablamos de los actos corporales y luego de las expresiones obscenas que se dicen los amantes al oído. Todavía no habíamos pronunciado ninguna trivialidad, pero las habíamos pensado y sentido. Finalmente, le pregunté, ¿Cuáles son las obscenidades que tú sabes? Ella se ruborizaba al intento de decirlas y su cuerpo reaccionaba conforme a sus pensamientos, sus hombros se encogían y sus brazos se acercaban al centro de su pecho. Insistía en que mirara a los ojos. Repitió varias veces y siempre terminaba con el rostro encendido, como si el fuego de sus pechos se le pronunciara en sus pómulos. Al ardor de su rostro elocuentemente lo acompañaba una intercalada respiración que se perdía en el fondo de su pecho. Intentó una vez más mirándome fijamente a los ojos e impulsada por una energía magnética le temblaron los labios, se le cortó el aliento, se ruborizó por última vez y desaforadamente unimos labios con labios. ¡Qué desesperación! Manteniendo los vestidos intactos nos desplazamos alrededor del estudio como grandes gladiadores. Su destreza de bailarina se manifestó en todas las partes de su cuerpo. Luego, como si una gran tormenta hubiese descargado todo su peso los dos habíamos llegado a la posición original. Sentados en la misma poltrona, mirándonos a los ojos sin entender qué había sucedido con el libro. Miramos a Romero de Torres con sus páginas ajadas y con el espinazo boca abajo, reflejando nuestros deseos.  Nos reímos y nos miramos. Ahora, las  conversaciones no eran rudimentarias sino de manera dialéctica rescatábamos las imágenes ajadas de Romero. Se trataba de llegar al fondo de nuestros preceptos morales, sin sentido de culpabilidad. Qué ética, moralidad o principio la retraían de sentir su propia naturaleza, y peor hacerla sentir culpable. Sacudía su cabeza y quería volver a pecar con el mismo dinamismo. Se paró ágilmente sobre la poltrona como si jamás hubiera estado sentada y se posó al frente de mis hombros, abrió sus brazos como un  ave majestuosa, pronunció unas palabras ilícitas y me invitó a danzar. Hoy soy libre, dijo, detén mi vuelo si te atreves. Quedé deseosamente estupefacto, atado a su cuello como una bufanda de seda que desvanecía a su voluntad el nudo moral de la garganta. Qué poder en tu mirada y qué profundidad en tu piel, dije inusitadamente. La piel de la poltrona se confundía con sus muslos. Neruda hubiese recitado la primera estrofa, Cuerpo de mujer… que regresas intacta, y se hubiese quedado así por una eternidad repitiendo lo mismo una y otra vez. No supo mantenerla pero sin embargo la eternizó en la poesía como una mujer universal. Tendría que esperar hasta Matilde para juntar todas en una. Pero más vale tarde que nunca. A merced de su pasión su cuerpo se levantó como se levantan las sábanas en el tendedero cuando está a punto de llegar una tormenta. Como gladiadora del viento bailó la danza universal al ritmo de sus entrañas. Después de la tormenta la inevitable realidad tenía que imponerse; re-enfocaron la mirada como si aquella realidad se hubiera manifestado más allá del fondo de sus pupilas. Aunque sus ojos permanecieron abiertos nunca tomaron en cuenta el espacio de sus afinidades. Ahora sus pupilas miraban a través de la letra y la tinta, se enfocaban, reconocían y las conversaciones tenían principio y fin. Romero de Torres sacudió sus paginas ajadas, desencorvó el lomo, tomó la mano de Matilde, cerraron sus coberturas, se alejaron, y nunca más se los volvió a ver. 

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