El Amigo de mi Padre
Cuánto tiempo ha pasado y aún sigue latente el deseo de verlo,
sentirlo y escucharlo. Entro en mis treinta años y me arrepiento no haber
consumado, hasta ahora, mis deseos como realmente siempre lo he querido hacer.
Sucede que desde mi adolescencia él frecuentaba la casa de mis padres y yo lo
miraba desde la distancia esperando el día, sin saberlo, en que me convirtiera
en mujer. Yo creo que ese juego mágico no era solamente mío sino de los dos. Yo
en mis quince años y él en sus cuarenta. Nunca tuve la oportunidad desde que
obtuve esa conexión de quedarme a solas con él. Mis padres no lo sospechaban y
peor aún, siendo, el mejor amigo de mi padre. Yo no sé si mi padre conocía la
naturaleza de su amigo pero cada vez que Pedro venía a jugar a las cartas y a
tomarse un aguardientico siempre mi padre me llamaba para que les hiciera compañía.
De vez en cuando los dos nos cruzábamos con la mirada que con el alcohol se hacía
incluso más obvia en él. Yo lo miraba con paciencia a la vez que jugaba
inocentemente con mi pelo. Dame otra carta, decía él, alentado por mi mirada
que no sé si revelaba los ejercicios musculares de contracción que yo hacía
mientras estaba sentada en la silla acariciando mi cabello. Mi instinto natural
tiraba hacia el deseo de sentir sus manos lánguidas atrapando hasta la última
gota de aquellos deseos que todavía no había explorado. Ahora, ya a los treinta
años, cuando regreso a mi tierra querida, en cuanto se entera que he llegado,
inmediatamente me llama por teléfono para decirme, todavía, con la voz
temblorosa, Graciela, muñequita mía, cómo estás... te he extrañado... cuándo
nos podemos ver... El deseo sigue siendo igual; todavía anhelo sentir sus manos
como antes, de darle un beso a escondidas con la picardía juvenil de la primera
vez. La última vez que fui a Colombia con mi hermana de casualidad ella contestó
el teléfono y en el otro lado del audífono el repetía las mismas frases de
siempre, Graciela, muñequita mía... No soy Graciela, dijo mi hermana, soy
Julia, Ah...Julia, muñequita mía está tu papá en casa. Mi hermana no podía
comprender a que se debía su inesperado afecto y me preguntó que qué le podría
pasar. Yo le dije que siempre se comportaba de esa manera cuando está un poco
ido de tragos. Mi respuesta no convenció a mi hermana. Nunca más lo volvimos a
hablar. Cierto día ya a ésta edad tan madura Pedro llamó por teléfono y
casualmente ese día mi madre tenía una cita médica y mi padre estaba en el
trabajo. Me pareció el día más apropiado para finalmente satisfacer los deseos
acumulados por tantos años. Le dije que venga que le preparo un tintico, que mi
madre tiene una cita con el médico y que no regresará hasta las cinco de la
tarde. Solos al fin, después de quince años. Sentados frente a frente,
nerviosos. Como si los ojos de mis padres desde algún rincón de la casa nos
estuviesen mirando. Era nuestra conciencia la que había perpetuado en nosotros
ese sentido de culpabilidad, de peso moral. Sus manos temblorosas tomaron la mías,
nos acercamos cuando de repente sonaron las llaves en la puerta. Mi madre nunca
había llegado a su cita médica. Su coche le había dado problemas. Sinceramente
ahora me doy cuenta que no se puede ir en contra del destino. Para estar juntos
sólo se necesitan minutos, más yo no quería minutos sino más bien horas lo cual
lo hacía imposible mi padre, mi madre, o la esposa de Pedro que le exigía que
llegase a casa a más tardar a las siete de la noche. Creo que esta relación ha
llegado hasta donde tenía que llegar. Y mis treinta no son mis quince... más él
sigue siendo el mejor amigo de mi padre.
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