Tuesday, December 23, 2014

El Preso


El Preso 
Aquel hombre pensativo, triste y forzado a meditar su existencia se consume y flagela con sus pensamientos. Parece que el mundo no tuviese ni un ápice de esperanza, como si el presente se lo hubiese tragado todo de una sola bocanada. Hoy lo encuentro exhausto y soñoliento. Creo que aún no ha perdido la naturaleza primaria de adaptabilidad y acoge sus sueños fragmentados en el rincón de un hueco sucio que aparenta ser un basurero que encarna esqueletos vivos. Aquel hombre encuentra su posición, entereza e integridad humana y vive entre treinta en una pequeña celda para seis. Por su ingenuidad perdió su libertad, pero ha encontrado la grandeza de su entereza. Ha analizado su existencia y se ha visto y examinado como ser humano y entiende que puede ofrecer mucho más de lo que hasta ahora ha cumplido. Sus vínculos familiares se han acercado y ha logrado comprender la inmensurable hermandad que existe debajo de su piel. Hermandad que se afinca a través del sufrimiento. Llegó allí como si fuese un mal sueño. Sintió dolor por todas partes menos en el cuerpo y descendió en él una penumbra inconsolable. Como si se hubiese vuelto mudo o como si sus palabras no tuviesen ningún valor. Estaba recostado en una lámina fría, en un catre de metal inoxidable, del tamaño de su cuerpo, como las planchas de la morgue. Con seis u ocho rostros desconocidos al frente suyo que no lo miraban como a un sueño sino como parte de su propio entierro. Murmuraban monosilábicos de soledad. Sonidos guturales similares se escuchaban en la celda contigua. Trasladado al lugar donde se prolonga este maldito sueño del cual no puede arrancarse pero si puede sentir el catre de metal en su espalda como si fuese una segunda piel. Se había convertido en una pieza más de su celda, un barrote o una bisagra más que niega a desdoblarse. Los goznes de sus huesos rechinaban deseosos por desarticular esta mal engendrada circunstancia. Sabía que su espacio corporal era limitado pero eso no le impedía sentir y razonar. Finalmente se resignó a vivir solo con esos dos sentidos. Estaba enterrado vivo en una fosa de cemento. Allí no esperaba nada de nadie, ni nadie esperaba nada de él. Su razonar se atrapaba en un círculo que repetía las mismas cosas una y otra vez. La sensación más constante era aquella del frío y la humedad que penetraba los huesos y la memoria. Se acostaba en su catre metálico como se acuestan los cuerpos en la morgue y fijaba su mirada en el techo esperando una pala de tierra más. Descendió repentinamente en un sueño profundo y sintió que le cayó un terrón de tierra en su ojo derecho. Este se desmenuzaba entorno a su rostro y luego caía un segundo y luego un tercero. Se arrancó del sueño con una bocanada de aire y se dio cuenta que eran cucarachas las que le caminaban en el rostro.  La idea de estar muerto lo había trasformado. Todas las noches soñaba lo mismo o algo análogo. Le caía tierra o lo comían los gusanos o le arrancaban la piel con las uñas. No era el sueño de un hombre ridículo sino lo ridículo de un sistema legal que amputaba el sueño de un gran hombre. Al principio se despertaba casi inmediatamente, luego se fue acostumbrando a dormir con esas inquietudes. Esas torturas se habían convertido en su razón de vivir aunque sea soñando. Se quejaba buscando reconciliación con un Ser supremo. O no escuchaba, o no le daba la gana de saber nada o simplemente no existía. Lo último le parecía lo más razonable. El infierno ya se lo había ganado con la existencia pero este círculo no lo entendía. De pronto soñó que alguien lo levantaba. No opuso ninguna resistencia. Ese lugar oscuro se expandía y él gravitaba a gran velocidad hacia el centro de su mismo cuerpo cada vez haciéndose más pequeño. Su cuerpo se contrajo con velocidad inverosímil y colapsó en su mismo centro. Hola, hay alguien ahí, insistió, pero su voz se expandía como encerrada en su propio tórax. Sabía que existía sin cuerpo pero concebía su forma y eso se le hacía insoportable. Odiaba saber su forma social necesaria y quería concebirse íntegro como la sombra reflejada en el muro posterior. El error del antropomorfa está en creerse poderoso y porque es como es aunque no lo sea. A la distancia, como en un túnel rectilíneo apenas brillaba una luz. No sé si rodaba, pero iba encaminado, empujado por su sombra, en esa dirección. En este espacio podía hablar un lenguaje que quizá despierto no lo podría entender. Era un lenguaje universal que no necesitaba de palabras ni sonidos guturales pero su comunicación era más efectiva. Su conocimiento de las cosas tenía un orden superior y no se derivaba de las fallas de la retórica ni de la exactitud de la ciencia. En ese espacio se vivía sin códigos, sin éticas, sin morales regidas por instituciones obsoletas, pero se concebía un orden humano superior. A medida que se acercaba hacia la luz una mano invisible, no como las manos deben ser, apuntaba los errores que había cometido en su vida.  Desde su creación, arteria por arteria, veía sus propios defectos genéticos que se iban a manifestar más tarde en esta mal concebida sociedad. La voz le decía que solo la razón y la conciencia podían oponerse a los defectos genéticos de su personalidad, siempre y cuando los reconozca y acepte. Mírate allí perdido y pensando que con sensaciones corporales puedes calmar la deficiencia de tu carácter, le decía. Quería esconderse tras los ojos que no tenía, fruncía el ceño imponiendo una verosímil verdad. Era imposible, su apariencia externa no existía y el engaño en ese espacio era consigo mismo. Deja de pretender, le decía, observa, juzga y corrige. Luego detrás de una tienda de abarrotes en un parque de tierra junto a una quebrada vio a un niño con un espíritu superior que se dejaba llevar por sus inclinaciones naturales. Vivía en la simplicidad pero era íntegro. Era un parque con una cancha de fútbol de tierra, seis columpios y una resbaladera. Este niño estaba más consciente de la naturaleza que de la necesidad social. No escuchaba los gritos de otros niños en el parque porque le eran afines, comunes y monótonos. De pronto ese niño se levantó, llamó a otros dos y les dijo que le sigan. Empezaron a caminar hacia una quebrada que se había convertido en el depositario y basurero de desechos humanos. Bajaron la quebrada consternados del grito que escuchaban desde fondo de ésta. Luego los vio subir con un perro entre sus brazos que tenía las patas rotas. Algún ser humano que había perdido el contacto con la naturaleza había desechado este perro inservible en el basurero. El perro con sus orejas inclinadas hacia atrás agradecía a este niño por su naturaleza. El niño se regocijaba con los otros dos y compartían su preocupación sin trasmitir ni una palabra. En ese estado no había celos, envidia, avaricia, competencia. La preocupación era unánime, el interés el mismo. Ese deseo ininterrumpido del bien natural los hacía estar en contacto con el universo. Su religión radicaba en su naturaleza y su comunión era la integridad humana. Sintió pena por él al verlo y deseaba regresar a su estado original. ¿Cuándo te distanciaste de tu naturaleza? Le insistió una voz que parecía ser suya. Siguió hacia la luz en ese espacio inverosímil y vio otro niño ahora un poco más grande que se guardaba dinero ajeno en su bolsillo. Comparaba el uno con el otro e intuía un distanciamiento y confusión. No te detengas, dijo la voz, mira, piensa, juzga y corrige. Después vio a un hombre que no reconoció. Estaba sentado en una mesa rodeado de gente falsa y los miraba pero no los veía. Se reía con ellos pero se notaba en él una ausencia total. Levantando una copa decía salud y el resto le hacía fiesta. Vivía en festejo pero no estaba contento. No hallaba la forma de llenar ese espacio que había aprendido a llenarlo con sensaciones de índole social, aunque éstas fuesen falsas. Su rostro era agrio, su risa aparentaba felicidad pero no porque realmente reía con satisfacción sino porque alguna vez en su vida había aprendido a reír realmente. La forma de reír era sólo un acto inconsciente de la memoria. La risa en sí requiere de unión consigo mismo, con el niño que bajaba la quebrada. Lo único que sabía en ese punto era que la causa del descenso era él. Luego lo vio tirado boca abajo, borracho. Lo miraba desde lejos y decía pobre hombre. ¿Por qué otra razón puede el hombre emborracharse o buscar alternativas sino porque no se soporta a sí mismo? Piensa que a través del alcohol puede distanciarse pero no sabe que lo único que hace es hundirse más. Abruptamente lo arrancaron del sueño un par de oficiales corruptos. Desesperado en el sueño llegó al borde de la luz y cayó. Sentía en su ojo derecho un liquido caliente y semiconsciente pensaba que podría ser un pedazo de tierra que descendía por sus párpados. Ya se había acostumbrado a prolongar sus primeros sueños y no le preocupaban las cucarachas. ¿Estás bien? Dijo esta vez una voz humana. Se arrancó del sueño, se tocó la ceja sangrienta y se dio cuenta que  se había caído del catre. Miró alrededor y vio las cuatro paredes que le privaban su libertad. No sabía cómo había llegado a ese sueño pero contenía toda su existencia. Comprendió que su naturaleza había sido infectada por un orden social equívoco y por los gérmenes que contaminan la sociedad. Donde la mentira era unánime a la verdad y donde la justicia no sirve al más justo sino al que tiene más poder e influencias. Se volvió a subir al catre y no durmió por un buen trecho.

Thursday, December 11, 2014

Vengo del Norte


Vengo del Norte

Vengo del Norte, busco una nueva forma de vida y no sé dónde la puedo encontrar— me dijo aquel hombre sentado en un banco de concreto; y así como caen las gotas de lluvia en un aguacero insaciable contra el pavimento, llenando los baches, huecos y fallas de las calles, así caían las ideas en el fondo de su razón llenando los huecos negros de su memoria y anegándolos de impaciencia. Busco cultura para escapar la inercia brutal. En el Norte, afirmó mirándome a los ojos, sólo hay avenidas de concreto, comunidades falsas, asfaltos interminables, amistades simuladas y granjeadas en el transcurso de una inicua existencia. Allí no existe cultura colectiva. Su topografía es igual en toda la nación. Las ciudades del Norte están hechas con el mismo plano y molde. Ciudades forjadas de la noche a la mañana, con todo lo necesario. No son ni renacentistas, ni coloniales, a pesar de que tratan de imitar sus rasgos estructurales con cartón prensado, aserrín aglomerado y paredes de estuco prefabricadas. Todos los fines de semana sus ciudadanos acuden a las mega-tiendas a comprar lo que estiman necesario. Egoístamente se aíslan para mantener su casa de cartón. Protegen su economía personal a cualquier costo. A nadie le importa como vive su vecino o si vive o muere. Vengo del Norte que se expande hacia todos los lados, contagiando su insipiencia—recalcó con insistencia. En cuanto adquieren una casa de cartón acuden a las mega-tiendas a comprar lo necesario para lograr el sueño imaginado. Corren todos los días en busca de un clavo más, una lámpara, una luz, un interruptor, una manguera, o un tubo porque no funciona bien el sistema de riego. Acuden a las mega-tiendas para empezar una decoración insípida e interminable que les hace vivir de cheque a cheque. Se convierte en un pasatiempo necesario. Drenan los bolsillos con alternativas creadas solo para ellos. Recurren a mega-tiendas más baratas, para comprar aquellos artefactos tan indispensables e innecesarios. Aquí radica su cultura. Lo indispensable está en continuar esa forma de vida, acumulando juguetes, cajas sin abrir, y osos de peluche. Viven con sus hijos en el peor de los casos o con sus gatos y perros en el mejor de ellos. Tienen sus cajas arrumadas, objetos innecesarios, ropa inutilizable, zapatos nuevos nunca utilizados y zapatos viejos que se deterioran y se tuercen en el closet por falta de uso. Los zapatos pasados de moda con la suela entera, finalmente terminan en la basura sin remordimiento. Es perfecto como lo han diseñado todo para mantenerlos ocupados y solucionar sus insípidos problemas. Todavía no han creado una tienda donde se compren las cosas verdaderas. Pero la crearán y creerán en ella. Vengo del Norte en busca de cultura, una migración humanamente necesaria, dónde la puedo encontrar—me preguntó. Allí sólo hay comunidades nacidas de la noche a la mañana con mega-tiendas, cafés, y restaurantes sin cultura. Este mundo lo quiere asimilar Latinoamérica. ¿Para qué? Si todos se van de allí buscando cultura, raíces y un poquito de humanidad. Hasta la humanidad es artificial. Los pobladores del Norte son seres de cartón, bautizados por un deje inconsciente, producto de las mega-tiendas y sus políticas. Buscan soluciones inmediatas sin importar el medio. Y si corren peligro, entonces, recurren a los clavos de plomo y los escupen a los  hombres de carne y hueso. El artificio de su ética y moral está hecho de cosas inservibles pero necesarias. Creen que han fabricado la familia perfecta, la casa ideal, el país ejemplar, y tienen miedo de perder sus zapatos en el closet, los muebles arrumados, y soledad acumulados en las casas de cartón. La unidad involuntaria del pueblo del Norte radica en su interés personal y en el miedo de perderlo todo. Nadie conoce a su vecino. La vida personal del hombre de cartón es una incógnita. Viven atemorizados y se sienten seguros en su casa de cartón. Vigilan desde allí, detrás de una pantalla de televisión. Luego salen a las mega-tiendas a continuar su vida y dependencia. Recorren las estanterías llenas de pantalones, camisas, zapatos, perfumes, juguetes, clavos, cartones, cables, tubos, herramientas; taladros, martillos, destornilladores, muebles, inodoros, baldosas, y sueñan despiertos en cómo mejorar su vida, solos. Así se distraen de la realidad cuando no están viendo televisión, aunque este sea otro falso entretenimiento. El ser de cartón no conversa de nada sustancial. Habla de los muebles de patio, de los programas populares de televisión, y de los arreglos en su casa. Tienen que ocuparse mecánicamente para ahogar su mediocridad. El ser de cartón es también mediocre. ¿Pueden imaginar su mediocridad? Se asemeja a los zapatos viejos que tiene guardados en el closet. Su rostro es agrio por la falta de cultura. Vengo del Norte, emigro por cultura. La última vez, en mi desesperación, emprendí cuesta abajo una bicicleta, con la luz de la luna que apenas alumbraba el camino. Me quería entregar a la noche como ella se había entregado a mí. Quería saber si yo también era de cartón. Mis amigos me seguían en sus bicicletas con luces apropiadas para descender la montaña, pero yo los había dejado muy atrás. En una curva pedregosa mi bicicleta empezó a convulsionar hasta perder su control. Uno de mis amigos me había alcanzado y anunciaba a gritos mi precipitación. “¡Hombre al suelo…hombre al suelo… hombre al suelo!” Mi pie estaba amarrado al estribo del pedal izquierdo. Rodé con la bicicleta junto a mi pecho. Un sonido fuerte retumbó en mi cabeza. El golpe en la boca me había roto el labio superior. Medio convulsionó mi cuerpo hasta que dejé de rodar. Las piedras alrededor confirmaban mi condición natural y me sentía atraído por un aire familiar. Me sentía más cerca a la tierra. Mis amigos de papel se acercaban con sus luces apuntándome a la cara. Hice gestos extraños, no pertenecientes ni al ser de cartón, ni al de papel. El murmullo de la noche llamó resonancias humanas olvidadas. Me sugería que no somos de cartón. Me olvidé de la existencia y vi hombres crucificados infamemente y otros con medallas de colores en el pecho y galones en los hombros, tendidos en el suelo, muertos. Escribí esa noche con pluma recia y con tinta invisible para permanencia en mi memoria, por eso se lo cuento hoy. La sangre en las piedras se mezcló con la enlodazada memoria, para recordarme que no soy de cartón sino de barro transformado en carne y huesos por dioses olvidados. Caían los recuerdos del hombre de carne y huesos en mi memoria como caen las vigas en una casa vieja. Reminiscencias escondidas. Recorrí chaquiñanes, parques, bosques, y vi hombres sinceros que jugaban con una pelota de caucho, y mujeres que tejían ponchos, cobijas, gorros y telas de varios colores. Las luces seguían en mis ojos y sólo podía ver las cejas lisas y cuadriculadas de los hombres de papel. Todo me llegó en ese momento; los olores a guarapo, chicha fresca y recién masticada; los olores a mote y encebollado y a caña de azúcar recién cortada. Repetía, ¡emigro del Norte, busco cultura! Estaba alegre porque en ese mundo, de carne y hueso, la casa de cartón se había desvanecido. Y volvía a ser yo; sin tapujos ni restricciones. Y mis huesos molidos eran míos; y mi sangre era mi sangre; y mi sabor a sal era mi sabor. Estaba alegre, al pensar que ya no existía sólo para la casa de cartón; olvidé estanterías, libros, filosofías, retóricas e ideas y recobré mi capacidad universal de carne y huesos; sensible y consciente de mi esencia, sustancia, y del barro que corre por mis venas. Allí, en ese instante, se proyectó el espectro indescifrable. Ese camino pedregoso era la sábana natural que acogía con afecto mis huesos molidos. Sobrellevaba una realidad mística, poblada de medias sombras, de mujeres de luna y de templos dorados. Había rodado como aquellas rocas que se desprenden de un peñasco y se precipitan cuesta abajo golpeándose de lado a lado hasta que termina silenciosamente en el fondo del barranco. Alguien me decía, ¿Estás bien? Creo que sí, le respondí. Mientras sentía los huesos molidos y el sabor de sangre mezclado con mi sudor en mis labios hinchados. Me miraban, unos sonreídos, otros consternados. Agarré la bicicleta, me monté y salí a mayor velocidad. Ellos gritaban, ¡no…espera... tienes hijos! ¡cuidado con el barranco! Me sentía libre y contento. No era de cartón. Estaba hecho de carne y huesos y eso me alegraba. Traté de explicarlo pero no me entendieron. Mis amigos de cartón son más ingenuos y creen en sus políticas. Y además son de papel, viven en casas de cartón y están cortados con las mismas tijeras. Y no lo saben. Ahora me encuentro en La Mitad del Mundo, aquí, junto a usted,  y me encamino hacia el cráter de una gran ciudad. Vengo del Norte, busco cultura, me entiende.  


Saturday, December 6, 2014

Las Papas de Felipe


Las Papas de Felipe
           
La culpa fue de las papas que habían crecido casi hasta los cielos, tirando raíces que se metían hasta la sombra de los huesos. Era como si el hechizo hubiera dictado y previsto el futuro de los dos. Claudia era una adolescente alegrísima que estaba dispuesta no solo a desafiar las normas del hogar y la moral institucional sino también, y quizás con más riesgo la fuerza mística y natural que su madre había heredado años atrás. Felipe era un muchacho simple, travieso, curioso y que no le importaba desafiar los alcances de su desenfrenada pubertad. La mamá de Claudia era muy conocida en la ciudad puesto que le atribuían a sus hechizos la muerte de su primer esposo. Unos dicen que se murió de decepción amorosa porque había encontrado a su esposa en situaciones incómodas. Pero la mayoría concuerda que el hechizo era tan fuerte que se lanzó al precipicio por fuerza de su voluntad. La ambivalente carta que dejó da detalles de intrínseca voluntad. Los frutos de su muerte trajeron muchas tribulaciones y dicen que la exaltación de Claudia se parece mucho a él. Su familia había planeado un viaje de vacaciones a la costa cercana pero Claudia que había intuido el alboroto de sus entrañas quería aislarse del mundo que la rodeaba para entregarse a los deseos voluntarios de los dos. La fiebre púber que fingió, para no ir de viaje, logró derretir hasta el hielo que había en el refrigerador. De las 276 clases de papas que produce los Andes la madre de Claudia tuvo que escoger las que olían más a tierra mojada y húmeda para que su efecto fuera doble. Felipe no era el ideal para su hija. El día y la noche eran unánimes y en las dos semanas que se ausentaron sus padres el calor natural había impregnado y posesionado la esencia de sus huesos. En cuerpo y espíritu visitó sus entrañas y descubrió las delicias, memorizando a detalle hasta el más ínfimo enigma de su cuerpo. Para Claudia, todo colapsó: memorias, morales, miedos, inquietudes para hundirse en la pubertad y saciar sin tapujos ni religiones los deseos que se acumulaban en los goznes de sus coyunturas. Crujían los huesos y las esperanzas y el deseo también era unánime al amor y la existencia a la confusión y el miedo. ¡Qué delirio, qué deseo! Primero eran las miradas que lanzaban destellos de aprobación y picardía indescifrable pero invitadora. Las palabras estorbaban y confundían todos los apetitos. Luego, de risas a empujones delicados, jugando al cosquilleo sin producir la risa del estorbo. Era mas bien la del gusto que se confundía con exhalaciones y suspiros. Se convirtieron en malabaristas y saltaban y reían haciendo del día símbolo de eternidad. Vivían como los amantes deben vivir. Cocinaban juntos lo que sus cuerpos apetecían hasta que habían consumido todos los deseos y las compras que sus padres habían dejado. Sin más que comer y con la energía de los cuerpos que se había convertido en espuma se deslizaban por el piso del dormitorio, del salón y luego hasta la cocina. Felipe buscaba la manera de alimentar su fortaleza que había disminuido drásticamente, como si alguien le hubiese chupado hasta la medula de los huesos. Abrió el congelador y sacó una envoltura de aluminio. La desenvolvió y encontró una papa cruda, cortada en medio con una mediana ranura y adentro de ella un pequeño papel. ¿Qué es esto, de qué se trata y por qué está mi nombre aquí? Claudia se sonrió como solamente ella sabía hacerlo y no respondió. Luego, Felipe desentrañó la otra envoltura y encontró otra papa con el nombre de Claudia. Se calmó ya que cualquiera que habiera sido el hechizo no podría llegar más allá de lo inesperado ya que involucraba a alguien de su misma sangre y predisposición. Los padres de Claudia no aprobaban su relación con Felipe. Según ellos él era un don nadie y habían determinado que en su vida no alcanzaría a realizar nada efectivo. El futuro de su hija se opacaba y tenían que recurrir a los medios más efectivos sin causar daños secundarios como había sucedido con su primer esposo. Felipe decidió cocinar las papas y las puso a hervir pero éstas rehusaban a ser consumidazas y mientras más se cocían más duras se ponían. No había fuego ni hervor suficiente que deshiciera el conjuro de su madre. No hicieron caso y continuaron con los juegos de su edad, consumiendo íntegramente hasta el último minuto del día final. Nunca más se volvieron a ver. Años más tarde, por casualidad, Felipe encontró la papas, como rocas gigantescas, en las nieves perpetuas de las faldas del Chimborazo. Estas habían crecido de un tamaño desproporcionado y seguían oliendo a tierra mojada y húmeda. La ranura seguía allí y Felipe curioso trató de indagar si el papel todavía estaba adentro. Se metió en la ranura y nunca más se supo de él.